La madrugada era un susurro helado y el viento azotaba sin piedad las ventanas de la casa donde dormían Minho y Changmin. La penumbra era apenas interrumpida por la débil llama de una vela casi consumida cuando golpes urgentes resonaron en la puerta.
Eunhyuk, con el rostro descompuesto y el aliento entrecortado, entró tambaleándose. Su mirada era una mezcla de miedo y desesperación.
—Changmin… —balbuceó mientras era tomado del brazo para estabilizarse—. Es… es terrible. Vi cómo… cómo se lo llevaban.
Changmin apretó los puños, la tensión tensando sus músculos. Sin dejar que Eunhyuk terminara, ya intuía el horror de la escena.
—¿Dónde? —la voz de Changmin era firme, casi un susurro quebrado.
—En la carreta… llevaban a un joven. No sé quién es, pero… escuché que lo llamaban Yunho.
Minho se acercó con pasos silenciosos, su rostro reflejaba la mezcla de preocupación y determinación.
—¿Y qué pasó con Junsu y Yoochun? —preguntó.
—Los vi también, esperaron en un hostal hasta que la tormenta amainara. Cuando llegaron a la carreta, Yoochun saltó de inmediato para ayudar al joven que estaba tirado en el barro. Junsu… —Eunhyuk tragó saliva—. Junsu casi grita.
Changmin sintió que el nudo en su pecho se apretaba aún más. Sin pensarlo, se levantó, la determinación en sus ojos era un fuego imperecedero.
—No dejaré que se los lleven. Iré tras ellos.
Minho le tomó el brazo, su mirada suave pero firme.
—No importa qué pase, siempre irás tras él.
Changmin acarició la mejilla de Minho, una sonrisa triste y cálida cruzó sus labios.
—Nunca lo he negado. Él siempre estará en mi corazón... pero me hace bien tu compañía.
—Esa es otra forma de amar —susurró Minho, y la habitación quedó envuelta en un silencio tierno.
Mientras tanto, en la otra casa, la tormenta no daba tregua. Las llamas de las velas titilaban y morían, dejando la estancia casi en penumbra. Yunho, impulsado por la necesidad, salió en medio de la noche hacia el cuarto de herramientas para buscar más aceite y velas. El viento rugía, intentando apagar no solo las luces, sino también la esperanza.
Sus ojos se nublaron por el dolor y el cansancio, y pronto la oscuridad lo envolvió.
Horas después, Yunho luchaba por abrir los ojos. Un dolor punzante en la nuca lo inmovilizaba. Intentó llamar a Jaejoong, pero su voz no salió como esperaba, y la niebla mental lo absorbió nuevamente.
Vio figuras a su alrededor, Yoochun y Junsu, que le hablaban sin que sus palabras lograran atravesar el muro que lo separaba de la conciencia.
Despertó de nuevo, jadeante, buscando a Jaejoong con la mirada y la voz.
—Tranquilo… —le decía Yoochun—, te encontramos inconsciente.
—¿Dónde está Jaejoong? —preguntó con voz débil, sintiendo que el mundo giraba a su alrededor.
—No te esfuerces —respondieron—. El dolor es fuerte.
Minho apareció con vendajes y medicina, calmando el malestar.
—Te dieron un golpe feo —dijo—. Necesitas reposo y tomar las medicinas.
—¿Dónde está Jaejoong? —la voz temblaba, pero la respuesta fue una herida invisible.
—Están buscándolo. Muchos jinetes tras de él.
Yunho quiso levantarse, pero su cuerpo se negó.
—Debes recuperar fuerzas para ayudarlo —ordenó Minho—. Mañana partiremos.
—Nos llevan ventaja… —musitó Yunho.
—Changmin va tras ellos. Seguro les dará alcance.
Yunho cerró los ojos y susurró, como para sí mismo:
—Siempre él…
El destino estaba marcado, y en medio de la tormenta, el amor, la lealtad y la lucha por lo perdido se entrelazaban en un único camino, incierto pero ineludible.
La señora Jung pasaba las horas atrapada en un tormento silencioso, sus ojos clavados en el ventanal como buscando en el horizonte la llegada de su hijo perdido. Cada sombra, cada silueta que se acercaba le devolvía la esperanza, solo para arrebatarla segundos después.
La risa de Ryung la sacó bruscamente de sus pensamientos, una risa que parecía arrastrar ecos de desafío y desprecio.
—Sabes que no eres bienvenida —escupió la señora Jung con voz gélida.
—Soy tu sobrina —respondió Ryung, con una mueca desdeñosa, tomando un sorbo de su vaso—. Y no soy menos que tú.
—Eres una mujerzuela, no eres nada mío —replicó la mujer con desprecio.
—Qué falsa moral tienes, señora Jung —dijo Ryung, clavando la mirada—. La misma moral que te ciega y te hace odiar al único hombre que puede salvarte el alma.
—Acaba con ese vaso y vete. Ya sabes lo que pienso de ti.
Ryung se levantó con gracia insolente, su vestido de corte y bordados resplandecía incluso bajo la luz mortecina del aposento.
—Las vestiduras no hacen a una dama, son sus actos, su moral... moral de la cual careces —escupió, y luego añadió, con una sonrisa amarga—. El sacerdote te ganó. Tu hijo se ha rendido ante esa sotana.
—Mi hijo regresará —aseguró la señora Jung con furia contenida—, cuando ese hechizo se rompa.
—Espero que el sacerdote arda en la hoguera —dijo Ryung con voz cargada de veneno—, pero ten cuidado... las brujas también arden.
—¡Insolente! ¡Fuera! —ordenó la señora Jung, haciendo que Ryung se retirara entre risas provocativas, coqueteando con los peones a su paso.
La señora Jung se paseó altiva por los largos corredores de la mansión, llamando a los empleados para reprenderlos.
—¿Cómo se atreven a dejar pasar a esa mujer? —dijo con voz firme—. No es familia, ni digna de pisar esta casa. Ella es una intrusa.
Cuando llegaron los peones que había enviado en busca de su hijo, los recibió con la esperanza encendida.
—¿Qué noticias? ¿Dónde está? —preguntó con voz temblorosa.
Los hombres, cansados y sombríos, intercambiaron miradas antes de hablar.
—Se lo llevaron, doña.
—¿Se lo llevaron? ¡Hablen!
—Llegamos tarde, doña. Otros jinetes se lo llevaron.
—¿Y del señorito? ¿Alguna pista?
Ellos encogieron los hombros, impotentes.
—No sabemos nada.
La señora Jung apretó los labios, mordiendo la rabia que le carcomía el alma.
—¿Y ese mentiroso? —preguntó, refiriéndose al sacerdote.
Nuevamente, silencio.
Los hombres evitaron el tema, recordando las miradas que habían recibido en el bar del pueblo donde otros jinetes buscaban a un hombre importante. Decidieron no involucrarse, prefiriendo la seguridad de su propia vida antes que la lealtad.
—¿Y la recompensa? —exigió la señora Jung.
—Pagó por nada, doña —respondió uno, al borde del cansancio.
La señora Jung los echó sin contemplaciones, reprochándose a sí misma.
—Es culpa mía por confiar en estos inútiles.
Mientras tanto, en la Santa Sede, el joven sacerdote Yuu observaba con creciente inquietud a su tío, el Cardenal. Sus actos secretos y susurrados rumores sobre prácticas oscuras en la iglesia lo ponían en alerta.
Decidió seguirlo con cautela, investigando sus movimientos, intentando no caer en la misma corrupción ni cometer un error fatal. Sospechaba que una logia secreta de cardenales ocultaba oscuros secretos tras las sagradas paredes.
Aquella noche, cuando el viento apagó las velas y la tormenta rugió con furia, los hombres del arzobispo golpearon a Yunho con brutalidad, dejándolo inconsciente. Entre gritos y forcejeos, Jaejoong, impotente, fue subido a una carreta, sus captores reían como si no existiera el temor ni la culpa.
La lluvia había cesado, pero el frío mordía la piel y el alma. Los jinetes, ebrios y descontrolados, miraban al sacerdote como si su calor pudiera calmar el frío que los consumía.
Jaejoong se aferró a los barrotes, gritando el nombre de Yunho en vano. Se acurrucó en un rincón, temblando, cuando de repente el sonido de cascos interrumpió la algarabía.
—¡Alto! —gritó una voz firme.
La puerta de la carreta se abrió y una sombra apareció, alargada por la luz de un relámpago. Era un hombre joven, con porte marcial y una mano extendida.
—Ven conmigo —dijo—. Esos miserables ya no son amenaza.
Al descender, Jaejoong vio las filas de jinetes formados, y dos estandartes con los colores de la Santa Sede ondeaban al viento.
—Capitán Jang Geun Suk —se presentó el joven—. Tengo órdenes de llevarte ante las autoridades eclesiásticas.
Lo ayudó a subir a un carruaje y se sentó a su lado. Después de un breve silencio, habló.
—Dijeron que eres una amenaza para la fe.
Jaejoong lo miró, desconcertado.
—¿Una amenaza?
El capitán carraspeó.
—Demasiado. Pero no nos compares con esos bandidos. Hablo por mí y por mis hombres: somos hombres de honor. Bajo mi protección, nadie te hará daño.
El carruaje partió con prisa, rumbo al tren que los llevaría al siguiente pueblo.
El arzobispo recibió un mensajero con noticias recientes. Al oírlas, murmuró para sí, preocupado.
—Debo partir de inmediato.
—¿Habla solo, monseñor? —preguntó la señora Jung, que lo observaba.
—No, querida señora —respondió con voz ronca—. Estoy orando.
La señora Jung alzó una ceja, el gesto cargado de desdén, al ver a un muchacho joven sacar con cuidado el pesado equipaje del arzobispo. La atmósfera en la estancia parecía pesar aún más con aquella simple escena.
—¿Qué significa esto? —preguntó, su voz tan cortante como un filo invisible.
El arzobispo, con una calma teatral, giró lentamente hacia ella, una sonrisa ambigua asomando en sus labios.
—Mi querida dama —respondió con voz suave, pero firme—, las obligaciones en la Santa Sede demandan mi presencia constante. Soy, como bien verá, un siervo obediente del divino.
La señora Jung, conocedora desde hace tiempo de la verdadera naturaleza de aquel hombre, arqueó una ceja con ironía contenida. Sus ojos destellaron reproche.
—Ya sé qué clase de hombre es usted —murmuró con veneno en cada palabra—. La moral no parece ser su fuerte.
El arzobispo, sin perder la compostura, alzó una ceja en un gesto de fingida sorpresa, pero decidió no ahondar en la provocación. El tono frío y cortante de la señora era suficiente.
—Solo soy esclavo de mis votos —replicó, con una falsa modestia que parecía una máscara.
Ella lo miró fijamente, sin ganas de continuar con aquel juego. Caminó hacia un pequeño cofre, rozándolo apenas con la punta de sus dedos.
—Usted sabe algo… y me lo dirá —sentenció, con la firmeza de quien no admite evasivas.
El arzobispo sonrió, aquella sonrisa llena de doble filo, y respondió con suavidad amenazante:
—Las donaciones son siempre bienvenidas, sabe bien que son para las obras del Altísimo.
—Entonces… —exigió ella.
Con una lentitud calculada, el arzobispo sacó un puñado de monedas de oro del cofre y las fue depositando en sus alforjas.
—Será llevado ante el Santo Tribunal —declaró con solemnidad.
—Necesito saber de mi hijo —insistió la señora Jung, su voz quebrada por la ansiedad.
El arzobispo se dirigió a la puerta, sin mirar atrás.
—Sobre el noble señorito Yunho, no tengo información —dijo sin vacilar—. Nuestro verdadero objetivo era el sacerdote blasfemo… y ha sido cazado.
Las empleadas, ocultas tras las cortinas, murmuraban entre dientes, con el miedo y la indignación pintados en sus rostros.
—Cazado, como si fuera un animalito… Ese arzobispo es un demonio —susurró una, quejumbrosa.
En el pueblo, la indignación no tardó en estallar.
Las mujeres, guardianas de la moral y las buenas costumbres, se agolpaban en las escalinatas de la iglesia, alzando sus voces como un coro de reproche y furia.
—¡Queremos juicio! —clamaban, con el ardor de quienes creen en la justicia divina—. Queremos un castigo ejemplar para ese sacerdote pecador.
Amenazaron con viajar hasta la Santa Sede, exigir audiencia con el mismo Santo Padre, y demandar la cabeza del hereje.
Changmin entró a una cantina de madera vieja, buscando refugio entre sombras y murmullos. En un rincón apartado pidió una botella de vino y algo de comer.
La mesera, con una sonrisa burlona, se acercó.
—Esto no es un hotel cinco estrellas, guapo —le advirtió.
Changmin alzó una ceja, serio.
—Necesito comer —respondió con firmeza.
Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—Veré qué puedo hacer.
Él tocó suavemente su brazo.
—Y también un lugar donde dormir.
Ella volvió a sonreír, esta vez con un brillo picarón en los ojos.
—Dormir solo, ¿eh? Puedo ser una buena compañía...
Changmin esbozó una sonrisa ladeada, cómplice.
—No lo dudo, pero esta vez, solo quiero descansar.
El vaivén de la carreta y el constante ruido de las ruedas al pasar sobre piedras despertaron a Yunho, aún con un vendaje que cubría parte de su cabeza.
—¿Ya amaneció? —preguntó, la voz débil.
—Faltan algunas horas —respondió Junsu, con tono suave—. Descansa.
Yoochun tiró de las riendas, mirando de reojo la carreta.
—Se quedó dormido —comentó Junsu.
—¿Crees que Changmin...? —inquirió Yunho con un suspiro.
Yoochun exhaló con fuerza.
—Nos lleva ventaja. Seguro lo encontrará.
Junsu dirigió la mirada hacia el interior de la carreta, donde Yunho dormía profundo.
El capitán Geun observaba a Jaejoong, dormido y vulnerable.
Negó con la cabeza, con un dejo de tristeza.
No parecía un delincuente, pero acaso poseía un poder capaz de hechizar a los hombres...
La carreta avanzaba lentamente por caminos traicioneros, bajo una noche fría y sombría. Más adelante, alcanzaron a una caravana de gitanos que danzaban alrededor de una fogata, sus figuras esbozando sombras danzantes bajo el fuego.
En la mansión, la señora Jung ordenaba con impaciencia que prepararan su equipaje, mientras su mente giraba frenéticamente, buscando noticias de su hijo perdido.
Al caer la noche, Yoochun rozaba las cuerdas de una vieja guitarra, mientras las gitanas giraban al son de sus danzas alrededor del fuego. Junsu se integró al baile, sonriendo, y Yunho contemplaba la escena con una sonrisa débil.
Una gitana mayor se sentó a su lado, sus ojos profundos como el misterio mismo.
—Sonríes, pero tus ojos están tristes —susurró, tomando la mano de Yunho entre las suyas—. Las líneas de tus manos me han revelado tus secretos. Amas a alguien intensamente. Un amor de otros tiempos, un amor de hoy... un amor del futuro. Un amor predestinado —señaló el cielo estrellado.
—Ese amor... —musitó Yunho.
La gitana palmoteó su mano.
—Ese amor te pertenece, como tú le perteneces a él.
El sueño vino pronto, y los párpados de Yunho se cerraron pesadamente.
Aquella noche, como tantas otras, Jaejoong apareció en sus sueños, pero esta vez fue un sueño vivo, tan real que podía rozar su piel.
Vio al sacerdote caminar junto a la ribera del río, sus pies ágiles y delicados, el camisón blanco cayendo como una suave cascada.
Como si un ángel se desprendiera de sus alas.
Sentía su piel, suave y tersa, estremeciéndose bajo su tacto.
Sentía la necesidad, el deseo de poseerlo.
Lo tomó, lo apretó con urgencia.
Sus gritos de placer se ahogaban en gemidos suaves, contenidos, un secreto entre ellos.
Yunho despertó sobresaltado, el sudor bañando su cuerpo.
El amanecer comenzaba a teñir el horizonte.
Mientras tanto, Jaejoong despertó abruptamente, sofocado por un sueño que aún le palpitaba en el pecho. La luz tenue del amanecer entraba a raudales por la ventanilla del carruaje, cegándolo por un instante. Al abrir los ojos, no pudo evitar notar la mirada fija y penetrante del capitán Geun, que lo observaba sin decir palabra. El aire se volvió denso, incómodo, como si en aquel silencio se ocultara un juicio sin palabras.
Un oficial se inclinó para susurrarle algo al oído al capitán. Geun volvió a clavar su mirada en Jaejoong, y con un gesto firme le anunció:
—Estamos llegando.
Jaejoong volvió a mirar por la ventana, observando el paisaje que se deslizaba lento y gris.
—¿A dónde vamos? —preguntó, con la voz cargada de incertidumbre.
Geun se acercó, sus palabras bajas pero claras.
—Unos cuantos pueblos más al sur. El tren, ese gran prodigio del modernismo, nos espera. A partir de ahora, el viaje será más rápido… y menos incierto.
Poco después, el capitán tomó del brazo a Jaejoong y lo escoltó con paso seguro entre los pasajeros que protestaban. Habían sido desalojados sin más explicaciones de uno de los vagones —el que estaba reservado para la Santa Sede— y dos soldados firmes vigilaban la entrada, custodiando con el celo de quienes defienden un secreto.
En otro rincón, Changmin llegaba al pueblo, atraído por la euforia que envolvía a sus habitantes. La plaza mayor rebosaba de vida y risas, luces y colores que contrastaban con la tormenta reciente. Pronto entendió que se trataba de una festividad local: la llegada del primer tren a vapor.
Con pasos decididos se encaminó a la estación, apenas a unos metros. Allí, entre soldados que portaban orgullosos el estandarte de la Santa Sede, lo comprendió: su amado estaba en ese tren.
No quedaban boletos. Intentó comprar uno, ofreciendo más dinero, pero nadie quería quedarse afuera de aquel histórico primer viaje. Algunos habían esperado toda la noche, otros se entregaron al vino y la fatiga, quedándose dormidos en los bancos.
Aprovechando la oportunidad, Changmin “tomó prestado” el boleto que le permitiría seguir adelante.
El tren permaneció detenido durante horas, mientras la impaciencia crecía.
Yunho, Yoochun y Junsu dejaron atrás la caravana de gitanos y la carreta, cabalgando ahora por el campo abierto. Al llegar a donde los rieles cruzaban su camino, se detuvieron.
El sonido inconfundible del tren que comenzaba a moverse llegó hasta ellos, primero lento, luego acelerando hasta convertirse en un rugido que cortaba el aire frío.
Jaejoong, en el vagón, miraba por la ventanilla. El viento acariciaba su cabello rebelde. Geun, a su lado, lo observaba con una mezcla de cautela y respeto.
Yunho y sus compañeros, a cierta distancia, vieron el tren pasar envuelto en una cortina de humo. Junsu, preocupado, le preguntó a Yunho:
—¿Qué sucede? ¿Te duele la cabeza?
—No... no es eso —respondió Yunho, con voz apagada—. Es… olvídalo.
Siguieron su camino sin detenerse, cabalgando hasta llegar al próximo pueblo, dos horas después.
A pesar de las objeciones de Yunho, aceptaron quedarse allí esa noche, en un hostal con camas blandas que ofrecían al menos un respiro para sus cuerpos agotados.
Al amanecer, se levantaron temprano para partir hacia la siguiente estación.
Mientras tanto, Ryung recorría la mansión con pasos lentos y seguros. Las empleadas la miraban con desdén y miedo; sus muecas decían más que sus palabras. ¿Qué hacía aquella persona tan indeseada en ausencia de la señora Jung?
Se sentó en el sillón favorito de la señora, sonriendo con una satisfacción silenciosa.
—Este podría ser un buen lugar —musitó para sí.
—¿Lugar para qué? —preguntó una sirvienta, desconfiada.
Ryung rió con un brillo travieso en los ojos.
—Ya lo puedo imaginar —respondió—. Mi nombre será conocido en toda la comarca. Hombres adinerados vendrán a solicitar mis favores.
Una empleada mayor se persignó, aterrada.
—No estará pensando en convertir la mansión en un burdel, ¿verdad? La señora no lo permitirá.
Ryung rió de nuevo, se levantó y se alejó, volviendo una última vez la vista hacia la casa, su silueta recortada contra el crepúsculo.
En la Santa Sede, el joven sacerdote Yuu observaba la llegada de la tropa. Aunque era alto, se alzó en puntas de pie para intentar ver mejor al capitán Geun. Mientras tanto, el cardenal recibía las noticias con rostro impasible.
Yuu apuró el paso hacia la oficina del cardenal, ordenando archivos con manos nerviosas. Su tío lo observó con mirada inquisitiva.
—Parece que tu mente está lejos de estas cuatro paredes —dijo—. No apartas los ojos de aquella ventana desde hace rato.
Yuu sonrió tímidamente.
—Solo pienso en cómo ser mejor persona.
—Estamos llamados a la santidad —replicó el cardenal—. Debemos orar.
El cardenal salió apresuradamente, dejando a Yuu solo con sus inquietudes. Miró otra vez hacia la ventana, la figura del capitán Geun le inquietaba más de lo que quería admitir.
Con sigilo, se aseguró de que nadie lo viera y comenzó a hurgar entre archivos y gavetas, buscando respuestas en los secretos de la Santa Sede.
Mientras tanto, el capitán Geun, desplazado en sus deberes respecto al prisionero, no hacía preguntas ni osaba cuestionar las órdenes de sus superiores.
La señora Jung había viajado a la ciudad. Desde allí, pensaba, sería más fácil abordar uno de los trenes que partían diariamente hacia el sur.
Sorprendida por la modernidad reinante, observaba con cierto recelo los primeros vehículos que circulaban por las calles. Solo las familias pudientes podían permitirse tales lujos.
Respiró hondo, sintiendo una punzada de arrepentimiento. Quizás debió migrar hace años, en lugar de esperar en ese pueblo remoto.
—Encontraré a mi hijo —se prometió—. Cuando eso ocurra, nos mudaremos a la ciudad. Lo casaré con alguna noble de alcurnia —esbozó una sonrisa fría y determinada.
Había enviado a un hombre fiel en busca de su hijo, y aunque las noticias que recibió no eran del todo tranquilizadoras, le daban esperanza: su hijo estaba vivo y sabía hacia dónde se dirigía.
La tarde en la Santa Sede avanzaba con su ritual implacable. En la solemne penumbra de una oficina decorada con tapices y libros antiguos, el Cardenal permanecía absorto en conversación. Sus palabras se entretejían en el latín más puro, esa lengua sagrada y eterna que resonaba como eco en aquellas paredes milenarias. Frente a él, el Arzobispo, recién llegado, fue recibido con un saludo inusitado: un beso en los labios, prolongado, casi un pacto silencioso, que terminó en un gemido contenido, cargado de significados ocultos.
—Recuerdo cuando venías a mi... —musitó el Cardenal con voz grave, una mezcla de nostalgia y poder.
—Oh, "Maestre" —respondió el Arzobispo con una sonrisa que oscilaba entre la reverencia y la ironía.
En la bulliciosa plaza de San Pedro, donde peregrinos de todos los rincones del mundo se amontonaban en un mar de fervor y esperanza, tres figuras se confundían con la multitud. Dos hombres con sotanas negras y una figura femenina, de porte discreto pero decidido, avanzaban con paso sigiloso por una calle lateral.
Yunho y Yoochun, vestidos con sotanas, transitaban con cautela, mientras Junsu, resignado y algo incómodo, caminaba vestido con hábito femenino.
—Son muchos guardias, y visten extraño... —murmuró Junsu, con la cabeza gacha.
—Son los guardias suizos, querido hermano en la fe —respondió Yoochun, con una sonrisa que intentaba infundir calma.
Una mujer mayor, encorvada por los años, se acercó y pidió la bendición de Yoochun. Él, con solemnidad, le impuso las manos y la bendijo, esbozando una sonrisa cálida que contrastaba con la tensión que los envolvía.
Avanzaron por los vastos corredores de la Santa Sede, donde retratos de antiguos príncipes de la Iglesia vigilaban sus pasos con ojos inmortales. Admiraron en silencio las esculturas de Miguel Ángel y los frescos de la Capilla Sixtina, envueltos en el aura de misterios y secretos milenarios. A ratos se detenían, como para orar o quizá para fingir devoción, mientras continuaban su búsqueda. Por el momento, su presencia pasaba desapercibida entre la oleada de sacerdotes y seminaristas llegados de otros pueblos.
Pero la suerte no estaba de su lado.
—¡Ellos fueron quienes robaron nuestros ropajes! —gritó una voz acusadora.
En breve, fueron arrestados.
—Me sorprende, señorito Yunho —musitó el Arzobispo con voz venenosa—. Desafiando el poder de Dios ha llegado a este santo lugar con intenciones blasfemas.
—De todos los pederastas, tenía que ser precisamente usted —replicó Yunho con acritud.
El Arzobispo sonrió con ironía, levantando una mano en un gesto amenazante.
—Es Dios quien guía mis pasos. En cambio, a ustedes —dijo con desprecio—, el fuego eterno caerá como rayos.
—¿No se cansa de hablar tanta basura? —exclamó Yoochun, con el rostro endurecido.
—¿Dónde está Jaejoong? —exigió Yunho, sus dientes apretados en una mueca de furia contenida.
El Arzobispo se acercó, desafiando la determinación de Yunho.
—Le daré el trato que merece —amenazó.
—Asqueroso, ¡asqueroso! —escupió Yunho.
Con un gesto de desdén, el Arzobispo ordenó:
—¡Sáquenlos de mi presencia!
Yuu tuvo que pegar la espalda a la fría muralla para permitir que los guardias arremetieran contra los tres hombres, que resistían con desesperación el arresto.
Mientras Yunho se aferraba a los barrotes, gritando para que los soltaran, Junsu miró a Yoochun con desesperanza.
—¿Y ahora qué?
Yoochun se encogió de hombros, para luego unirse a Yunho en un clamor que resonó por los pasillos:
—¡Déjennos salir!
Lejos de allí, en un pequeño y apacible parque, alejado de los murmullos fervorosos y las tensiones de la Santa Sede, Yuu acostumbraba pasear para buscar refugio entre las páginas de libros que, no siempre, eran de carácter sagrado.
Un joven hombre apareció y se sentó a su lado, esbozando una sonrisa cómplice.
—Novelas románticas... hay costumbres que nunca cambian —musitó con una sonrisa irónica.
—Oficial Shim, tiempo sin verte —respondió Yuu, con una chispa de alegría.
—Padre Shirota, tiempo que no me ve —replicó Shim con una risa ligera.
Max Changmin y Shirota Yuu habían compartido mucho más que años en un internado de la escuela militar; habían compartido sueños, desencuentros y un destino que ahora se entrelazaba de formas inesperadas. Yuu, tras una visita de su tío el Cardenal, había decidido entrar al seminario, mientras que Changmin nunca aceptó esa llamada espiritual repentina.
Más tarde, la conversación se tornó urgente.
—Necesito que me ayudes —dijo Changmin con voz firme—. Ya te he explicado por qué he venido, y aún no dices nada. No hay tiempo.
Yuu lo miró, con la luz de la comprensión encendiéndose en sus ojos.
—Entonces el padre Jaejoong es la persona de quien tanto me hablabas. Es increíble tanta coincidencia, pero el Cardenal dice que el demonio está en él, que seduce a los hombres con artes malignas...
Changmin rodó los ojos, molesto.
—¿Vas a creer esas sandeces? Ese Arzobispo y toda su curia son los únicos pervertidos. ¿Me escuchas, Yuu?
Yuu sacó de entre sus ropajes un documento robado de la biblioteca, titulado “Las fiestas del amor”, donde se detallaban prácticas de los sacerdotes de más alta jerarquía. Según se decía, el papa anterior había permitido esos eventos —siendo él mismo un ferviente participante—, pero con su muerte, el nuevo pontífice había decidido erradicarlos, o al menos eso creía.
—¿Necesitas más pruebas? —inquirió Changmin.
Yuu negó con la cabeza, sin poder pronunciar palabra.
—La fe se pierde constantemente —susurró, con un dejo de tristeza.
—Hace tiempo tenía sospechas —continuó—, cada vez más fuertes, pero me negaba a creer la verdad. Qué día tan extraño el de hoy... hace un rato arrestaron a tres hombres jóvenes. Al parecer buscan lo mismo que tú.
—¿Puedes describirlos? —preguntó Changmin.
Poco después, Changmin y Yuu se dirigieron a una comisaría cercana a la Santa Sede, donde el capitán Geun estaba de guardia.
El corazón de Yuu latía con fuerza en el pecho; el capitán Geun era un hombre gallardo, y su sola presencia imponía respeto. Cuando Yuu, entre balbuceos nerviosos, le pidió ayuda, Geun frunció el ceño, confundido por el tono y las palabras del joven sacerdote.
Changmin intervino con autoridad:
—Usted trajo en calidad de prisionero a un sacerdote desde un pueblo remoto, y también tiene en custodia a tres hombres. Soy el oficial Shim Max Changmin y soy responsable de ellos. Exijo verlos.
Geun no acostumbraba que nadie le cuestionara, pero Changmin no se intimidó.
Tras un intercambio tenso de palabras, Yuu elevó la voz:
—Debe ayudarnos, capitán Suk. Se cometerá una grave injusticia.
—Por favor —rogó—, al menos permita que el oficial Changmin vea a los prisioneros.
Al rato, en un susurro cómplice, Yoochun y Junsu se fundieron en un abrazo con Changmin. Él alzó una ceja, curioso y expectante.
—¿Y Yunho? —preguntó, la voz teñida de ansiedad contenida.
El capitán Geun, con gesto grave, respondió sin vacilar.
—Fue llevado ante la presencia del Cardenal.
Mientras tanto, Yunho era conducido por una calle angosta, envuelto en un silencio ominoso. Al detenerse frente a uno de los múltiples nexos secretos de la Santa Sede, fue entregado a monjes encapuchados. Sus pasos resonaban en un corredor largo y frío, donde el eco parecía multiplicar el latir acelerado de su corazón. Le vendaron los ojos, y el aroma intenso e insoportable del incienso impregnaba el aire, como una neblina densa que lo ahogaba.
Caminó, o más bien fue arrastrado, por más de ochocientos metros hasta llegar a una residencia conocida como el Palacio de los Ángeles, refugio antiguo de papas que huían de peligros. Esta vez, sin embargo, el Cardenal tenía otros designios.
Ingresaron a una gran sala despojada de todo mobiliario, sin pinturas ni adornos. La austeridad era palpable, casi opresiva. Yunho, impaciente, hizo notar su malestar, pero sus quejas fueron reprimidas con empujones sutiles.
Mordió su rabia en silencio.
Le advirtieron que se mantuviera quieto. Le quitaron la venda y desataron sus manos. Frotó las muñecas doloridas, tratando de ordenar sus pensamientos.
Sus capuchas ocultaban sus rostros, sombras sin identidad. Lo dejaron solo.
Entonces, la puerta se abrió.
No podía creer lo que veía.
Allí estaba Jaejoong.
Los dos hombres se lanzaron al encuentro, corriendo hacia los brazos del otro como náufragos que hallan tierra firme en medio del océano.
Se miraron a los ojos con una mezcla de alivio y desesperación. Se abrazaron con una urgencia casi dolorosa y se besaron, ansiosos, con esa hambre que sólo el amor verdadero puede provocar.
Sonrieron, luego volvieron a estrecharse, como si quisieran fundirse en uno solo.
El murmullo constante de un “te amo” escapaba entre sus labios, un rezo de esperanza.
Sus cuerpos se buscaban, la necesidad de tocarse era un grito silenciado por el tiempo y la distancia.
La respiración entrecortada volvió a unir sus labios en un beso intenso, casi prohibido.
Con las frentes juntas, compartiendo el aliento del otro, Yunho sonrió con pesar.
—Te necesito, incluso ahora —confesó con voz ronca.
Jaejoong, besando sus manos con delicadeza, replicó:
—He sentido tanto anhelo de ti.
Yunho gimió suavemente, hundiendo sus labios en un beso apasionado.
—No puedo aceptar que esto sea pecado.
—Ante mis ojos... es amor.
—¿Ya no temes?
—No temo amarte.
Yunho miró alrededor, la desesperación comenzaba a invadirlo.
—Debe haber una salida... Vine a salvarte y mira qué bien lo hago —dijo con amarga ironía—. Estamos prisioneros y no sé cómo ayudarte.
Jaejoong apretó su mano con fuerza.
—Me ayudas estando conmigo, sosteniendo mi mano. Tu mirada me da esperanza, me ayuda saber que me amas. No esperaba ver a nadie más, sólo te esperaba a ti.
Yunho lo envolvió en un abrazo, intentando transmitirle fortaleza.
De repente, la calma se quebró.
Hombres encapuchados portando antorchas irrumpieron en dos filas ominosas.
Dos de ellos agarraron a Yunho por los brazos, inmovilizándolo con mano firme.
Otros dos se llevaron a Jaejoong.
Los gritos y llamadas desesperadas de Yunho fueron ignorados, sus súplicas se ahogaron en la oscuridad.
—¡Jaejoong! ¿Dónde lo llevan? ¡Suéltenme, desgraciados!
—¡Tranquilo! —intentaron calmarlo.
—¿Tranquilo? ¿Qué diablos?
Uno de los hombres levantó su capucha, revelando un rostro severo y conocido.
Mientras tanto, Jaejoong era llevado ante el “Santo Tribunal”. De pie frente a los jueces, monjes vestidos con capuchas negras custodiaban el recinto.
Todos se inclinaron respetuosamente cuando el “Maestre”, ataviado con un imponente atuendo rojo, entró como una figura de autoridad casi divina.
Se presentaron falsos amantes, falsas víctimas que afirmaban haber sido seducidas por el sacerdote, acusándolo de brujería y prácticas inmorales.
Los murmullos de desaprobación y las miradas cargadas de prejuicio inundaron la sala.
Entonces fue el turno del Arzobispo.
En medio de aquella farsa, Jaejoong escuchaba las acusaciones con creciente indignación.
—Se unieron en un rito blasfemo y pecaminoso, una deshonra al nombre de Dios y de los hombres —vociferó el Maestre—. Dos hombres unidos en la carne, fornicando bajo la mirada severa del Altísimo. ¡Que el pecado de este nuestro hermano sea purificado con las llamas de la salvación! Llama que sólo los escogidos poseemos.
El Maestre se levantó, dejando caer su capa escarlata.
Desató los cinturones de su atuendo y se acercó a Jaejoong, acariciándole la quijada con una mano áspera.
Él trató de esquivarlo, pero otros monjes lo sujetaron con fuerza.
El Cardenal, con una mezcla de fascinación y desprecio, observó:
—Qué piel tan blanca, suave al tacto... un ángel caído, tentación de los hombres, pecado de la carne.
Más hombres vestidos de negro entraron al recinto.
El Maestre ordenó que tumbasen a Jaejoong sobre el altar.
El Arzobispo frunció el ceño, claramente irritado, pues esperaba ser él quien “limpiara el cuerpo del sacerdote”.
Los monjes rodearon a Jaejoong, que forcejeaba desesperadamente.
Fue amordazado.
—Una lástima —comentó el Maestre con voz áspera—. Me hubiera gustado escuchar sus quejidos de expiación.
Dos monjes lo sujetaron firmemente de brazos y piernas.
Pero justo cuando el Cardenal se inclinaba sobre él, uno de los monjes dejó caer su capucha, revelando su rostro, y sin mediar palabra, lo golpeó con repetidos puñetazos.
Los demás permanecieron inmóviles, pero al caer las capuchas se reveló su identidad: eran hombres del capitán Geun.
El Arzobispo y sus seguidores intentaron huir, pero no pudieron.
Yoochun bloqueó la vía de escape del Arzobispo, vengando así injusticias pasadas.
Junsu corrió hacia Jaejoong.
—¿Estás bien?
Jaejoong asintió débilmente.
De inmediato buscó a Yunho con la mirada y le suplicó que no permitiera que el Maestre manchara sus manos con esa basura.
Yunho lo dejó caer suavemente y lo abrazó con ternura.
Cuando llevaron a Jaejoong ante el falso “Santo Tribunal”, los hombres del capitán Geun desplazaron a los monjes encapuchados, les arrebataron las túnicas y los dejaron amordazados.
Tomaron su lugar.
Todo fue posible gracias a la insistencia de Changmin y las súplicas de Yuu, además de un documento firmado por el Cardenal, donde se hacía alusión a su apodo, “Maestre”.
La guardia del Santo Padre irrumpió en la estancia con un porte solemne, acompañada por el firme paso del capitán Geun. Al entrar, Geun hizo una reverencia respetuosa ante el secretario personal de Su Santidad, un hombre que había sido testigo silencioso y severo del proceder corrupto y pervertido de aquellos miembros corruptos de la Iglesia.
—Fuiste muy valiente —dijo Geun con voz grave, pero cargada de respeto—.
Yuu sintió cómo un calor inesperado le ascendía por el pecho, la emoción mezclada con humildad.
—¿Usted cree que soy valiente, capitán Suk? —preguntó, entre sorprendida y honrada.
El capitán lo miró con la mirada aguda y serena de quien conoce el valor verdadero.
—Tienes porte de soldado. Me hubiera gustado tenerte en mis filas —confesó.
Yuu sonrió, esa sonrisa que ocultaba miedos y dudas, pero también una inquebrantable determinación.
El secretario, que también ostentaba el rango de Cardenal, dio órdenes precisas y solemnes: que vistieran a Jaejoong con ropajes dignos y que lo condujeran a uno de los salones reservados de la Santa Sede.
Yunho lo observaba con ojos llenos de preocupación, la angustia asomándose en cada gesto.
—No dejaré que te vayas —murmuró, con voz quebrada por el miedo.
Yoochun tocó suavemente su brazo, un gesto que intentaba infundir calma.
—Tranquilo —susurró Junsu—, todo estará bien.
Antes de ese momento, en un rincón apartado, Yunho se sentaba frente al secretario y hombre de confianza del Santo Padre. La tensión en el aire era palpable.
—Entonces, hable con la verdad, señor Jung —exigió el Cardenal, con ojos que buscaban cada atisbo de sinceridad—. ¿Existe una relación que va más allá de la amistad entre dos hombres?
Yunho inhaló profundo, como si quisiera armarse de valor para liberar su alma.
—No voy a negar mis sentimientos por Jaejoong —dijo, carraspeando antes de continuar—, por el padre Jaejoong. Nunca fui un hombre religioso; mi vida fue una constante fiesta, de cama en cama —la voz se quebró ligeramente—. Mi existencia estaba vacía… hasta que él llegó y se apoderó de mí, de todo mi ser. Puede parecer incongruente, pero sólo así pude creer.
El secretario se levantó, con gesto solemne, estrechó la mano de Yunho con firmeza.
—Señor Jung, que Dios guíe su camino —dijo, indicándole la salida con una leve inclinación de cabeza.
Al poco rato, en uno de los jardines interiores de la Santa Sede, Yunho caminaba inquieto de un lado a otro. Yoochun y Junsu lo observaban con preocupación, intentando calmar la tormenta que lo consumía.
Sus miradas se posaron de repente hacia un balcón cercano.
Los ojos de Yunho se agrandaron, llenos de angustia contenida.
Jaejoong descendía lentamente, rodeado de sacerdotes. Vestía una sotana impecable, austera y reverente.
El canto melancólico de un coro resonaba en el aire, como un lamento que atravesaba su alma.
Un grupo de seminaristas pasó cerca, murmurando oraciones.
Jaejoong se inclinó con respeto y besó la mano del Santo Padre. Este hizo un gesto para que se sentara, carraspeando mientras leía un informe detallado que le entregaba su secretario.
—Padre Jaejoong —dijo el pontífice con voz grave—, ¿qué debo entender sobre sus sentimientos hacia ese hombre?
—¿Mis sentimientos? —respondió Jaejoong con serenidad—. ¿Quiere saber si lo amo como hombre? Lo amo con todo mi ser.
El Santo Padre frunció el ceño, una mueca entre desaprobación y resignación.
—No puedo permitir que dos hombres vivan en concubinato, menos siendo usted sacerdote —sentenció—. La pregunta es, padre Jaejoong: ¿dejará los hábitos sacerdotales por amor a un hombre, o renunciará a él? Tenga presente que su decisión le permitirá volver a la Iglesia, o, en caso contrario, será excomulgado.
Jaejoong se levantó con la dignidad de quien ha tomado su destino en sus manos.
—Tomé mi decisión hace mucho tiempo, Santidad.
El Santo Padre esbozó una sonrisa enigmática.
—Los caminos de Dios son infinitos.
Después de la angustiosa espera, Yunho vio a Jaejoong aparecer. Sonrió aliviado.
Vestía de manera sencilla, como cualquier hombre común, despojado ya de las ataduras y sombras que habían marcado su encierro.
Con voz tenue, pero llena de esperanza, dijo:
—Quiero una casa… una casa que podamos llamar hogar, donde construir nuevos recuerdos.
El Cardenal, el arzobispo y todos aquellos que conformaban la oscura “logia” fueron finalmente arrestados, juzgados y condenados. Los llevaron a una prisión lúgubre, aislada de todo y de todos, un lugar que se convirtió en su eterno sepulcro. Allí, en la soledad y la penumbra, esperaron el último suspiro de sus días, enterrados vivos por sus propios pecados.
Las damas de la moral y las buenas costumbres, que tantas veces clamaron justicia, tuvieron que morderse la lengua. No hubo juicio ni verdugo a quien entregarse. Con el paso del tiempo, se convirtieron en sombras de sí mismas: ancianas amargadas que pasaban sus días entre susurros de rencor y miradas vacías.
En contraste, Ryung transformó el antiguo burdel en el lugar más lujoso y codiciado de encuentro. Sus salones brillaban con el resplandor de candelabros de cristal y las risas de bellas mujeres que entregaban sus favores a los hombres más adinerados, quienes pagaban fortunas por la promesa de una noche inolvidable.
El capitán Suk fue condecorado por sus numerosas batallas victoriosas, su nombre se convirtió en leyenda entre sus tropas. A su lado, el joven oficial Yuu Shirota, quien abandonó el sacerdocio para convertirse en su mano derecha... y algo más.
Un día, Jaejoong recibió una carta que su padre había escrito antes de morir, movido por un arrepentimiento tardío y un amor difícil, envuelto en el desamor y el orgullo.
—Me dijo que te la entregara cuando fuera el momento adecuado —comentó Changmin con suavidad—. Creo que este es ese momento.
Era el momento de despedirse.
—No te vayas, quédate con nosotros —rogó Jaejoong, con la voz quebrada por la súbita pérdida.
Changmin sonrió, una sonrisa melancólica y cálida a la vez.
—No creas que te librarás tan fácilmente de mí, señorito Jaejoong —dijo, con un brillo travieso en la mirada—. Me tendrás pegado a tus suelas. Te veré pronto.
Besó su mejilla con un gesto lleno de ternura, luego estrechó la mano de Yunho.
—Si no estuviera seguro de que eres lo mejor para él, no me retiraría tan fácilmente.
Yunho esbozó una mueca, que pronto se tornó en sonrisa.
—Gracias por todo. Desde ahora, yo lo protegeré.
—No tengo dudas al respecto —respondió Changmin con convicción.
Junsu, ya con los ojos empañados, murmuró:
—Los finales siempre son tan tristes...
Pero Yoochun rodeó los hombros de su sensible novio con sus brazos y dijo:
—Pero es también el comienzo de algo mejor.
Jaejoong abrió la carta, sus ojos recorrieron las palabras que su padre le había dejado: una súplica de perdón por su dureza y su irracional conducta, un legado que incluía todos sus bienes por derecho. En cada línea, le repetía que lo amaba, aunque nunca supo expresarlo de otra forma. Así fue educado, con corazones endurecidos y emociones veladas.
Le pedía que aceptara su herencia, como prueba tangible de su perdón y reconciliación.
En otro lugar, Minho apareció de repente.
—¿A qué has vuelto? —preguntó, alzando las cejas.
—Olvidé preguntarte algo —respondió Changmin.
—¿Qué cosa? —Minho lo miró con curiosidad.
—Regresaré al regimiento. Seguramente tendré que pasar una temporada a la sombra —dijo, aludiendo al castigo de la prisión—. Quiero saber si...
—¡Te esperaré! —lo interrumpió Minho sin dudar.
Changmin sonrió, esa era la respuesta que necesitaba.
—¿Eres feliz? —preguntó alguien, con voz suave.
—Inmensamente —respondió Jaejoong, por primera vez en mucho tiempo durmiendo plácidamente.
Apoyado en el pecho de su amado Yunho, quien lo estrechaba entre sus brazos, ambos cerraron los ojos y se dejaron mecer por el vaivén del tren que los llevaba hacia un nuevo comienzo.
La señora Jung, finalmente resignada, nunca estuvo y nunca estaría de acuerdo con su elección, pero, por más difícil que le fuera aceptar o comprender, decidió dejar que su hijo siguiera la vida que él había elegido junto al excomulgado padre Jaejoong.
Se mudó a la ciudad, donde conoció a un viudo conde millonario y, en poco tiempo, se convirtió en condesa.
Después de algunas semanas…
Jaejoong evocaba con melancolía el refugio de su infancia: una villa donde los prados se extendían como un manto esmeralda y un riachuelo de aguas cristalinas cantaba entre las piedras pulidas por el tiempo. El invierno había quedado atrás, desvaneciéndose lentamente para dar paso a la cálida y prometedora primavera, que despertaba la tierra con sus susurros de renacimiento.
Pronto se unirían a ellos Yoochun y Junsu, quienes tejían su propio idilio bajo la bendición del sol y las estrellas. Minho, fiel a su palabra, esperó a Changmin con paciencia, y aquel amor que comenzó tímido e inseguro se convirtió en un fuego voraz, envolviéndolos a ambos por completo, en una danza imparable de pasión y ternura.
Yunho y Jaejoong recorrían juntos los parajes que parecían salidos de un sueño. Se sentaron uno al lado del otro, sin necesidad de palabras; bastaban sus miradas, profundas y cálidas, para que entendieran a la perfección el lenguaje secreto del corazón.
Quizás la ley de los hombres jamás los comprendería ni les otorgaría absolución alguna, pero había algo mucho más sublime, intangible, etéreo... un amor poderoso, infinito, que trascendía cualquier condena terrenal.
“Todo lo que eres, todo lo que serás, despierta en mí una corriente de amor profunda y serena. Cada suspiro en la noche, cada lágrima derramada, cada beso inocente, cada caricia dulce, es un verso que compone nuestra canción. No temo al mañana, me he desprendido del ayer; aquí y ahora es todo lo que importa, y este ‘aquí’, contigo, es mi único hogar. Cada cosa en este mundo, cada voz que susurra en la oscuridad, cada instante de belleza se refleja en tus ojos, porque todo lo que haces me seduce... todo tú, me seduce.”
Las miradas que antes destilaban pura dulzura pronto se tornaron en llamas de deseo. Jaejoong sintió el calor que emanaba de Yunho invadiendo cada poro de su piel, encendiendo un fuego inextinguible en su ser. Yunho lo rodeó con sus brazos y, con delicada firmeza, lo tumbó sobre el fresco lecho de la pradera, donde el verde suave se entrelazaba con juncos en flor y el aire se impregnaba de su fragancia.
El campanario resonó a lo lejos, un eco de solemnidad en medio de la naturaleza, pero ellos no necesitaban una iglesia. Sus besos eran plegarias; sus gemidos, súplicas que ascendían al cielo como un incienso sagrado.
Allí, en aquel rincón del mundo, bajo la caricia de cerezos que danzaban en el viento con sus pétalos en flor, construyeron su pequeña utopía. Un refugio donde amarse no era pecado, sino la expresión más pura y libre de sus almas entrelazadas.
FIN.
Agradezco a todas las lectoras que esperaron hasta el final de esta historia.